Este texto le da fin al ciclo de mi niñez y pubertad relatado en “Horizonte circular” (para leer clic aquí), no los publiqué juntos por su extensión. El presente texto también es extenso, no pude reducirlo más.
Poco tiempo pasó para que tomara una decisión que influiría en mi vida futura, y que me mostraría ante los demás como alguien “distinto”. Antes de partir hacia las vacaciones ya relatadas, con mis inquietos catorce años tomé un papel y escribí mi primera carta de amor, decisión que marcaría mi horizonte sensual; sería algo poeta, bastante Cyrano sin saberlo. Por mi timidez no se la entregué directamente a la chica que me gustaba, la Rubia vanidosa, se la di a su hermano. Durante mi ausencia, ella se encargó de mostrársela a la familia y a los amigos del barrio. Traidora. Pero Cupido actuó a través de ella sin que lo imaginara.
Al volver intuí algo feo para mi ego, miradas esquivas de mis amigos indicaban tiempo de vergüenza para mí: ocurrió que durante mi viaje ella se puso de novia con otro muchacho del barrio. Dolor, algo de llanto y orgullo herido por la derrota y por verme expuesto ante todos por mi carta difundida sin clemencia.
Esto hubiera sido suficiente para que olvidara cualquier deseo de seguir por ese sendero romántico; pero si hoy garabateo mis historias de amor, se debe a un vuelco inesperado de los eventos. Durante mi ausencia había llegado para quedarse a vivir en la misma casa de la Rubia ingrata una prima: Morena.
Morena tenía veinte años, cinco más que yo con mis quince cumplidos en esos días, para esos tiempos una diferencia abismal. Poco tardé en enterarme de algo maravilloso que hasta hoy me conmueve y que no dejo de rememorar: ella misma me contó a los pocos días de conocernos que, mientras yo estaba de viaje, la Rubia engreída le había mostrado también a ella mi carta de amor. Resultado: sin conocerme se interesó por mí. "Leí tu carta y me gustaste", me dijo un día.
Era morocha de pelo, trigueña de piel, ojos negros, labios gruesos, ni gorda ni flaca, agradable en general, la típica criollita del Gardel de algunos tangos. También golondrina de un solo verano.
Morena lo hizo todo, me conquistó sin darme tiempo a pensar. Una noche de incipiente tormenta estaba en su casa con mi amigo, escuchando música. Coincidió el comienzo de la lluvia con la hora de irme, me dirigí a la puerta de salida y al darme vuelta para saludarlo vi que ella le pedía con un gesto que se vaya. Acercándose a mí, con mirada brillante ofreció su boca suavemente abierta, entrecerrando los ojos. Si no tomaba ese beso eterno, sería para balearme en un rincón, también como dice un tango.
Con su acto germinal –en la penumbra del recinto, con la puerta abierta hacia la noche y la lluvia en ruidosa caída a centímetros de mis pies- crucé un umbral de tiempo y me metí para siempre en la tormenta mansa, o en la boca estival de Morena, era lo mismo.
Franca, firme y sin vueltas poseía una simpleza extrema, no proyectaba nada, ni personal, ni de pareja, ni grupal; esto lo confirmo recién hoy, desde una distancia abismal de tiempo. El hombre que toma a una mujer por lo que parece, se llevará una sorpresa; pero ocurre que yo aún no era un hombre, sino apenas alguien que salía de la pubertad. Y tal vez allí radicaba el secreto de lo fluido que transcurrió todo entre nosotros: ni yo tenía idea de los cambios de ánimo femenino, ni ella manifestaba esa dualidad común a muchas mujeres, o al menos así lo sentía. Jamás experimenté en mi vida una relación tan invariable y cristalina, simplemente noche, música y besos.
La habitación donde estaba ubicado el reproductor de audio tenía una ventana que daba a la calle. Un pequeño jardín perfumaba el rincón entre esa ventana y el bajo muro en donde nos sentábamos a regalarnos afecto. Paraísos añosos hacían de techo natural; más allá la calle de tierra, trenes a lo lejos y la inmensidad colmada de grillos, luciérnagas y caricias.
No me resulta fácil explicar una relación basada solamente en la ternura; mucho más fácil es describir momentos sexuales. Pero ocurre que sexo no tuve con ella, no negaré que la falta de relaciones con Morena se debió exclusivamente a mi falta de experiencia, hoy siento que hubiera sido hermoso debutar con ella y hasta me da vergüenza asumirlo. Lo real –teniendo en cuenta que éste relato es autobiográfico- es que nuestra vida amorosa pasaba por apartadas dimensiones; la falta de sexo en esa relación me inculcó una variedad de aprendizajes que años más tarde aprovecharía para darle, a mis otros amores, sensaciones más completas.
Eso sí, pasamos largas horas besándonos y conociéndonos la piel aunque sólo haya sido del rostro, del cuello, de los brazos y manos. Por intuición -y no por recuerdo- sé que en esas noches aprendí que existen tres olores producidos por la piel: el propio, el ajeno y la mezcla de ambos. Amaba olernos, los aromas fueron el alma de nuestra relación.
El despertar de ese sentido me ha otorgado más aprendizaje amatorio que la tradicional penetración sexual.
Se fueron las noches perfumadas, llegó el frío.
Y ocurrió algo que modificaría la esencia de nuestro noviazgo: la familia se mudó a pocas cuadras de allí, a una casa sobre el asfalto, sin árboles en la puerta ni jardín floreado, con luz de gas justo delante de la entrada y lo peor, sin muro donde sentarse. Estos detalles cambiaron todo, y nada volvió a ser igual. El sitio original era parte de nuestra relación, al dejar de existir se disolvía lo que nos mantenía unidos.
Siete años más tarde el mundo había cambiado y yo también. Ya vivía en otro barrio cuando un día, sorpresivamente, recibí la visita de mi amigo, el hermano de la Rubia ladina. Pronto me entregó una carta cuyo texto de exquisita ternura se me viene a la mente con desorden, finalizaba con una frase perdurablemente simple: “… te recuerdo con mucho cariño, Morena.”
¿Qué lluvia me lavará tus besos? Si la lluvia misma es tu boca.
¿Dónde comienzan sus labios y donde terminan tus nubes?
Salgo a la calle, me deslizo por la nocturna humedad de tu lengua y me envuelve el agua, o el vapor de tu aliento, no lo sé. Sus gotas o tus gotas se acomodan en los huecos de mis poros para durar cómplices del recuerdo que no deja de gestar la fiebre primera, insinuando una pulmonía de amor.
La lluvia despide mansamente gruesos labios en embustero formato acuoso, con trama de pared en cascada, sin rayos ni centellas, llana, aromatizada con fragancias de piel trigueña: a la hora de sentir lo que siento, se me antoja que es tu boca la que emana dulce ozono.
Procede entonces la tentación de quedarme a vivir dentro de ese beso para ver pasar milenios de lluvia y empaparme de asombros una y otra vez. No me queda otra que intentar un pacto con la noche, para no empantanarme en el barro iniciático, en aquello que es lo primero para siempre. Porque ese beso nunca pasará, estará en cada vapor de café, en cada baldosa con la que tropiece, en cada fiebre invernal, en cualquier patio, en cualquier giro a contramano.
Y le pido ayuda a los árboles rayados por la tormenta lenta, a los grillos callados en cuevas de juncos, a la muda soledad de la calle que se mete hacia el fondo de ese abismo cavernoso llamado horizonte. Pido clemencia para disfrutar los besos que vendrán, porque si nunca salgo de tu boca lluviosa moriré para siempre y seré fondo de charco, esperando diluvios para existir.
Esto que me moja sin piedad no es la lluvia, es un labio y el otro sobre el mío junto al otro también mío, o tuyo, no sé; es un temblor cósmico que conmueve mi carne, que mordisquea la cóncava vida que me aferrás entre los dientes.
Tu boca muele un beso en el molino de mi aliento. Y cualquier cosa que suceda luego será parte del círculo eterno, así aprenderé sin darme cuenta que puedo irme volviendo.
Y toda lluvia es esa lluvia. Y todos los besos son tu beso.