Las calles con empedrado tienen ese reflejo de luz de gas que, desde los faroles, rebota en cada piedra. Por este barrio hubo un zaguán con escalera, debe haberlo todavía; tendidos sobre sus escalones mi pecho mar recibía su mano navío con rumbo al sur, hacia los confines del goce. Un aroma salvaje me llegaba con la cercanía de sus poros, mientras la sombra de lo que ya no era se rendía ante lo que empezaba a ser: deseos que anclaban gemidos en la carne y dos bocas que remontaban besos como barriletes. Relación que me inyectó vida, con otro final de naufragio que me obligó a buscar islas.
Hoy el barrio no es el mismo pero es igual; su empedrado mutó en asfalto y se llenó de gente, aunque la densidad de su esencia se mantiene. Este bar, por las tardes, luce en su cristalería destellos de antaño que aún perduran y que la noche no puede revelar.
Una mujer de procaz vestido negro pasa junto a mi
mesa revolviéndome los papeles y las ganas. Quizás huyendo de la calle se
sumerge en este bar de náufragos, porque eso somos, una gran metáfora del sueño
al que nos embarcamos y no pudo ser; parece lo mismo cada día, pero algo nuevo
puede ocurrir. Elijo lo que está por llegar, aunque no sepa que es.
¿Es esta calle
la del zaguán de ayer?
¿O un fantasma?
La oscuridad hostiga al sol que, en su derrota, se hunde amarillo y tenue. Jadea el brillo que anula estrellas y un racimo de luces rebrota en las paredes de los edificios.
Atardece en la ciudad. Como serpiente devorándose a sí misma, la masa humana circula por las calles, se alimenta de sus propios impulsos, dibuja retornos: cada mordida es el paso siguiente para vivir. No eligieron amucharse -o sí-, pero ahí están, en las esquinas, masticando hastíos de la jornada con ojos que se encienden verdes cuando el semáforo permite el proceso de pasos hacia los bares, hacia los cines, hacia los amores. Náufragos del día, se aferran a la firme madera del desvelo.
A lo largo de mis noches, he diseñado con palabras el espacio blanco del papel. Zaguanes, mares, navíos, aromas, poros, sombras, deseos, gemidos, bocas, barriletes… la hoja en blanco se convierte en un espejo que me devuelve mi propio rostro, las cosas sobre las que escribo, escribí y escribiré, todas, me relatan.
Hay algo en el alma de Buenos Aires que se alimenta
de lo que vivimos. Lo veo en la gente, en sus veredas, en los bares, en esta
mesa -por eso va surgiendo del pocillo de este café una perdurable imagen, su vapor es ella-. Quizás la próxima oscuridad sea un engaño más, mago de mi destino la percibo lejana.
Se encienden las primeras luces de gas. Miro desde adentro sus reflejos, siguen rebotando pero ahora en el asfalto. Es indudable que el barrio me susurra, el mismo que día tras día tolera los pasos apurados. Prefiero ver en esa urgencia el apuro del amor por llegar a un zaguán amado, el anhelo por acudir pronto a la charla con amigos, el futuro beso depositado en los hijos. Y la fiebre del escritor por finalizar su relato, este relato.
Rubén Juarez
“Viejo Tortoni”
de Eladia Blázquez y Héctor Negro