Abajo y al fondo el río parecía bostezar una siesta marrón. Por encima las nubes semejaban un jaguar dormido y una larga escalinata serpenteaba desde donde estábamos hasta la calle que, entre casas floridas, conducía al terreno baldío acomodado en la orilla.
Plácida se ofrecía la tarde, desde lo alto la contemplaba con ella a mi lado mientras mis dedos retozaban en su líquida intimidad. Algunos reflejos iluminaban su cara, adoraba esos gestos de mujer perdida en el más allá del placer; la tocaba como quien se regociga con el tesoro encontrado luego de navegar por la nada durante más de dos años.
Pero debo retroceder en el tiempo, a contramano del río que -aunque engañe con su siesta- no tiene pausas en su camino hacia el mar.
La conocí un invierno, su presencia en mis pensamientos resultó insoportable, no podía pensar en nadie más; cada vez que dejábamos esos encuentros grupales en aquel bar, las veredas prometían para mí un recorrido fatigoso y amargo. Otro camino, el de su mirada estrellada aunque distante, arribaba a mí de la misma forma que el río deriva en el mar, suave pero con humano mensaje: no.
Un verano. Un invierno. Otro verano... círculos infinitos de la vida. En continua soledad me sumergía en los bares a leer, los libros mi refugio, café y más café. Al salir me entregaba a la boca de la noche como quien se entrega a un depredador, el tiempo lo era. Meses por delante me esperaban con dientes afilados.
Y ella, impenetrable.
Con el acto de observar a la mujer convive un misterio. Ella determina, con autoridad natural, quien merece asistir a la revelación pretendida, a los secretos de su cuerpo.
La cultura desarrolló fantasías, pienso en ese ser mitológico al que llamamos sirena. Que en lugar de piernas tenga cola de pez tal vez simbolice el secreto de lo oculto y de lo impenetrable -la mitología funciona así-. Este es el tema central: hay algo que sólo es posible ver si ella, ahora hablando de la mujer, lo permite.
La naturaleza ha depositado en las mujeres aquello que hace imposible no mirarlas. Vestidas embriagan, semidesnudas ni hablar, desnudas definitivamente. Nosotros los hombres, en nuestra grotesca desnudez, tenemos todo a la vista. Pero si la ropa de la mujer esconde maravillas, también su desnudez lo hace con aquello que aparece sólo cuando decide - ofrece - quiere - desea - acepta… abrir sus piernas. Las sirenas simbolizan de manera maravillosa lo más oculto de la mujer -ajeno a lo que pueda argumentar la mitología, lo imagino así y se me antoja creerlo-.
Para algunos hombres determinada mujer es ciertamente una sirena: les resulta impenetrable desde el traumático momento del rechazo. En cambio otros con viento a favor logran asistir a la transformación de una sirena en mujer, así me pasó con ella, se presentó sirena y, tras un retraso de tiempo insoportable, ante mis ojos mutó en mujer.
Durante otro invierno aun teniendo compañía -no obstante cálida y fogosa- me sentí torpe para sacarme de encima la carga maldita de su presencia fantasmal. Y con la llegada de un tercer verano decidí dar fin a esa obsesión llamándola por pura tenacidad inútil, para demostrarme a mí mismo que hay cosas que no pueden ser. Como estatua viviente me quedé escuchando sus palabras, en principio sorprendentes, finalmente adorables: aceptó un encuentro.
El verano iba. Las lunas se metían por el balcón del cuarto piso, con su plateado máximo y una exquisita redondez -que hacía juego con la redondez que mis manos adoraban al final de su cintura-. Los pocos sonidos urbanos de las trasnoches se mezclaban con los gemidos fugados por el balcón, mientras la fémina calidez del aliento suyo competía con el estío.
Luego un invierno diferente al de las tristezas. Los pequeños soles de sus tardes se confundían con la agitación de esa mujer encendida. No dejaba de sorprenderme su entusiasmo sexual con alguien a quien había rechazado durante tanto tiempo. Cada mes que pasaba ya no se asemejaba al depredador aquel, ni ella era la indiferente mujer de mirada negativa, no, era la fiera que se agitaba con ojos felinos sobre mi pecho al amasarme las ganas y convertir mis afanes en desayunos.
Para observar los paisajes urbanos de mi ciudad natal me bastaba con ver su cuerpo frente a mí, tendido a lo largo de la sábana como aquella escalinata, con su boca en mi ego y su espalda de ondulante alga. Oler el jardín de su pelo y recorrerla con mis ojos hasta el final de sus pies, con dedos como pétalos florando al vacío, era una gloria chiquita para el universo, pero vasta para mí.
Esta ciudad se parece al mar, con su marea de gente, con sus ríos humanos que huyen en busca de aguas superiores, con sus islas en las que los placeres invocan lunas y soles.
Y con sus sirenas (he conocido una).
"Algo contigo", de Chico Novarro
por Vicentico