Ella
sabía desplazarse entre los objetos con la soltura de una gacela. Repaso, con
intensa claridad, los detalles mínimos de sus gestos, esos que recorta mi mente
hasta darle la forma exacta de su rostro, tal como era cuando sonreía a una
distancia mínima del mío.
Y
no sólo es su cara la que me devuelve el recuerdo, sino todo lo que significó
para mí en esos días de previa soledad. Si la nostalgia encierra algo de tristeza
entonces lo que siento es otra cosa, porque recordarla me alimenta, de la misma
manera que nos alimentamos al dormir: el cuerpo sabe lo que hace.
Tan
sólo con su presencia me arrastraba hacia los secretos lugares del éxtasis,
imposible resistirme a la brisa aromática de su aliento, brisa tan rica, tan
atrapante, que me provocaba algo más intenso que el natural acto de amor: era entusiasmo puro lo que me poblaba ante una mujer con tan alta
capacidad de seducir.
Era
el poder irresistible que manaba de sus ojos, de su pelo, de su silueta toda, lo que me obligaba a
derramar en ella lo mejor de mi espíritu y lo más blanco de mi cuerpo. El
fervor de poseerla nacía de los niveles que alcanzaba mi mente arrobada,
niveles que jamás pensé podía alcanzar.
La
vi entrar con su paso de tango y fue como si un duende arrabalero pusiera de pronto ante mis ojos una
maravilla profunda como el mar, intensa como la piel enamorada que empezaba a
erizarse en mí. Y entonces supe que las reglas matemáticas no influyen en los
momentos cumbre de la vida, carecía de importancia saber cuánto medía o cuánto
calzaba, importó el arte de domar un sentimiento.
Lo
primero que me atrapó fue su gesto de gaviota en vuelo que, sin piedad, revoloteaba
la orilla de mis ganas, en aquel amanecer de mi mundo.
Sus
caderas llegaron a latir bajo mis manos, una a cada lado de mi existencia. Era
el pulso de la vida que me fluía por los dedos mientras el ocaso rugía en la
calle sus motores, mientras la noche anunciaba la llegada de otra luna.
Besé
su boca abierta, que me recibió en abismo grato.
Penetré
sus días, que tenían el aroma de la carne trémula.
Abracé
tangos calientes al ritmo de sus pechos.
Barajé
naipes futuros, del lado zurdo de su celo.
Absorbí
su grito en Do Mayor al derribar el primer confín de sus anhelos, los que
vibraban en puñado al borde del agite en una mano y los que se desvanecían en
cascada desde la sed saciada de la otra.
Por
encima del vértigo arrugado de las sábanas se meneó altanero, caracoleado, el juego
frenético de sus piernas.
Por
el borde de mis placeres se arrastraron largamente sus besos bordoneados, con un
dejo de modulación profunda en cada poro de mi extensión.
Ella
me arribó desde aquella dimensión acodada en un vértice barrial del universo,
para barrer el polvo tullido que mi piel tuvo la costumbre de acumular allí
donde los sueños se juntan con la nada.
¿Cómo no recordarla, si así nací para siempre y morí para nunca?
Luis Alberto Spinetta
Seguir viviendo sin tu amor