Pero ¿de qué
relámpago bajó esta mujer? ¿O será que algún demonio travieso la hizo emerger
desde los infiernos para urgir la piel de los sensibles hombres de esta tierra?
Los tambores me retumban desde
sus ovarios y con la luz vibrante de su cadera ella me arranca los olvidos, los
amasa y me los arroja convertidos en jirones de antojos.
Yo, que apenas sé de
la torpe prontitud de un afán, me encuentro calado por la contradicción de un
conjuro del más acá y de otro del más allá: con el instinto evito el peligroso
arrebato de olvidar mi esencia en alguna encrucijada de la sinrazón, pero al mismo
tiempo invoco la presencia de aquello sobrenatural que me permita entrar en la
vida de esa mujer.
Ahora, en la tórrida
pulsión de otro instante, de otro asombro, de otro desvelo, cumplo con el
destino macho de mascar sueños no cumplidos para vomitarlos, limpio de
ausencias. Y que aquel mañana eterno, pero alejado de su belleza, ahueque con
sus manos la trinchera cálida del útero nuevo que me parirá en deseos
remozados.
Rara táctica
despliega la vida al hacernos gozar con lo que duele. Y yo, que no soy más que
uno del montón y que escribo como puedo busco -detrás del dolor que genera lo
muy bello- pistas que me devuelvan a lo que soy. Y lo logro siempre.
Al ver un jaguar
agradezco el sentido de belleza que me regala su pelaje y su andar; al ver una mariposa agradezco la maravilla de su aleteo en el viento. Al verla a ella siento que el dolor
primero deriva en el mito último.
Su belleza existe,
deja huellas.
Yo la busco en mi
propio relato.
Ivonne Guzmán, con la Delio Valdéz
“El niño”