La estructura
de esta prosa es un ardid.
Pido
disculpas por mi travesura,
la portada
es una pista.
El interior de este bar, con su vida en movimiento,
ofrece un raro paisaje, como de oleaje lento. Soy un náufrago entre un mar de gente,
con la soledad habitada y relatos en blanco. Me gustan esos lugares donde puedo
estar solo, pero rodeado. Porque dan una inquieta seguridad dentro de
la cual es posible aferrarse a las maderas flotantes del pensamiento.
Solemos
lamentarnos ante lo que resulta mal, lloramos contra esa pared. Pero lo bueno
acecha en cada umbral, tuerce los rumbos y establece un nuevo eslabón. Algo
debe impedir el paso para luego llegar, por otro sendero, a lo importante de
verdad. La suerte no existe, sólo hay eventos lógicos que no comprendemos.
Se oculta una quietud temblorosa entre las grietas de lo nocturno, allí donde le brotan
nubes a los deseos y se filtran conjuros brujos que, en puntitas de pie, van en
busca de un renacer en el alba tras haber agonizado una vez más por culpa de
ese capricho eterno, esa costumbre que tienen los humanos de matar a la muerte
humedeciendo a besos la piel del otro.
Miro desde adentro a una mujer que no sabe que existo. Su andar acerca horizontes, despeja veredas, devela secretos que reposan tras la máscara gentil de muchos de los que se hacen a un costado para dejarla pasar. Su quietud es un atardecer doliente en el vacío día de los olvidados, los que alguna vez la vieron y siguen soñando, aun sabiendo que para ella son tan sólo seres del montón. Todo su encanto es ese no sé qué del universo, imperio suyo.
Con el acto de observar a la mujer convive un misterio. Ella determina, con autoridad natural, quien merece asistir a la revelación pretendida, a los secretos de su cuerpo. La naturaleza ha depositado en ellas aquello que hace imposible no mirarlas. Vestidas embriagan, semidesnudas ni hablar, desnudas definitivamente. Pero si la ropa de la mujer esconde maravillas, también su desnudez lo hace con aquello que aparece sólo cuando decide, quiere, desea, acepta… abrir sus piernas.
A lo largo de mis noches, he diseñado con
palabras el espacio blanco del papel. Zaguanes, mares, navíos, aromas, poros,
sombras, deseos… la hoja en blanco se convierte en un espejo que me devuelve mi
propio rostro, las cosas sobre las que escribo, escribí y escribiré, todas, me
relatan. Pienso y va surgiendo desde el
vapor de este café, una inquietante imagen femenina, evidente presagio.
Algo bueno a veces ocurre en el universo. Aquella
que hace instantes me hizo reflexionar, descubre este bar, cruza la calle y entra.
Es como si un duende arrabalero pusiera de pronto ante mis ojos una maravilla
profunda como el mar, intensa como la piel enamorada. Así comprendo que las
reglas matemáticas no influyen en los momentos cumbre de la vida, carece de
importancia saber cuánto mide o cuánto calza, importa el arte de domar un
sentimiento.
Se siente observada y crece el deseo de que sea mía. Algo me impulsa a buscarla, una nostalgia de futuro me alimenta con las cosas que aún no me han pasado: abrigarla, palparla, complacerla. Soy el tiempo que ronda los pliegues de su pollera, no transcurro si me mira, sólo pido que las curvas de su cuerpo no se cansen. Y si la ausencia surge, que su silueta dure fémina y procaz hasta desabrocharme los anhelos en mis sueños.
Y decido escribir sobre este papel que tiembla entre mis dedos, mi estrategia es despertarle curiosidad, la miro, escribo, la miro, escribo…
“Así como
llegaste desde un jamás mío, estas letras confiesan lo que quema mi garganta desde siempre.
En el empedrado
mortecino de la calle dejaste las huellas que sólo yo veré cuando otras
tardes, con otras siluetas, intenten distraerme de la belleza de tu taconeo -dulce fantasma de un ahora que me susurra que al fin abriste
la puerta de mi refugio-.
Existías en los
tristes muros de mi soledad, aunque no te veía.
Cantabas asombros
desde las hojas caídas de mis otoños, aunque no te escuchaba.
Volaban tus besos
imaginados, llegando a mis labios en cada viento a contracara.
En la vereda gotean
absortos sus aromas los naranjos en flor, tal ese aliento tuyo que no conozco,
pero sospecho.
Desde hoy me
condeno a tu sombra. Y con restos de antiguos broqueles, cosechados de olvidadas
tristerías, protegeré mi pecho de los rayos que tu ausencia dejará cuando
mañana despierte y comprenda que sólo te he soñado”.
-Perdón ¿sos escritor?
…
Porque las luces siempre encienden en el alma, comparto…
"Un vestido y un amor"
Fito Páez