Aquí, en este bar de
sueños imperfectos donde el mañana sabe lejano, busco las musas que habitan
esta pluma, para que mi mano crea que es ella la que escribe. Los pocillos
cuentan su dulce historia de cafés del encuentro y de amargos aromas del
olvido, en cada uno cabe un mar, y en cada mar peces de la conciencia que
fermentan destinos entre las mesas.
Junto al vapor de
este café se eleva el caballo alado de mi pensamiento. Busco lo perfecto para
encontrar lo mejor, pero no es una mujer ideal lo que espero, sino la justa
para mí. Lo pagué con tiempo, lo sé, pero estoy orgulloso de no haberme quedado
con ese rufián llamado conformismo. Más allá del lugar al que me
llevaron las necesidades cotidianas, mi alma quedó sin su par; puse todo de mí
y no me arrepiento. Los amores bellos me hicieron crecer, siempre salí de ellos
siendo mejor; los amores malos son necesarios para saber dónde uno está parado.
Tengo en
la mente un rosario de luces reas que algún tímido dios del arrabal trajo de un
rejunte de universos para desparramarlas sobre la mesa, en el más acá de mis
alas.
Si es verdad que
existe un Eterno Retorno no
quisiera que fuera un círculo perfecto en el que llegado a un punto la vida y
el universo se repitan eternamente igual, eso significaría la tortura de saber
que no he coincidido nunca con ella en un mismo tiempo. Preferiría que ese
retorno tuviera forma de espiral imperfecto, que el regreso a las mismas cosas
se diera sin concurrencia absoluta, que en alguna de las vueltas su tiempo y el
mío se tocaran. Aunque encontrarla tan sólo me sirviera para decirle lo que
siento mirándola a los ojos. Eso sería una realización.
Los seres que
transitan por este bar no son héroes ni villanos, son sobrevivientes; la calle
es un mar bravío y aquí dentro encuentran una tierra donde alimentarse de
silencio: isla salvadora luego del tifón. Serán náufragos nocturnos cuando
acudan las sombras, por ahora -con el último brillo de sol- no lo saben.
A veces creo que el
tiempo es un invento humano para justificar que todo cambie. Deriva esto en una
posible verdad: le llamamos tiempo al hecho de que las cosas se transforman. Un
rostro se arruga, tiempo; un árbol crece, tiempo; las agujas del reloj giran,
más tiempo.
Esa mentira llamada
tiempo me hace pensar que tal vez en algún momento universal la mujer justa
para mí dibujaba cisnes en el sur mientras yo escribía mis primeros garabatos
en el norte. O quizás yo agonizaba de viejo en un castillo mientras ella
nacía al otro lado del mundo.
Y así,
con la velocidad de un corcel con alas en busca de enlazar historias con alguna
eternidad esperada, doy fin a este texto de terquedades con ojeras antes de
haberlo comenzado, en realidad un puñado de divagues alados.
Amontono dentro mío
un cúmulo de besos dormidos al tiempo que invento el arte de secar sueños al
sol, fatigado de tanta noche bordada con hilos de desvelo. Esto es lo que soy,
un hombre frente a una mesa en el bar de la vida.
Bebo mi último café y
salgo justo antes de que la noche oculte el brillo del empedrado. Si pudiera reunir en uno solo todos los besos que di y que
daré, ese beso sería para ella. Pero no llegó.
Hoy el tema me lo
dedico a mi mismo.
Roberto Carlos
“Amante a la antigua”