Eufórica y demostrativa, me regalaba todo su fervor sexual recién descubierto, tardé en entender que estaba realmente enamorada de mí a sus dieciocho años, cuando yo ya recorría mis veintinueve. Indiferente a todo tipo de teorías de vida, ella era directa y clara, dueña de una personalidad sin planteos, al menos en los primeros días que nos conocimos.
La sonrisa le corría por
la cara como el sol sobre la arena. No sabía de días ni relojes, ella habitaba
otros espacios y transitaba la vida por una sola vereda: la del entusiasmo, su
espontaneidad abrumaba. No se planteaba la razón por la cual estaba en su
lugar, simplemente estaba; al escucharla y al verla gesticular quedaba claro su
naturaleza espiritual no contaminada. Al mismo tiempo era idealista, buscaba
afirmar su personalidad; tenía planes y proyectos, basados en ellos no se
detenía a gozar porque sí. Pero sabía arder y no se quedaba quieta ante el
fuego.
En lo referente a su aspecto tenía un solo defecto: no le daba
importancia a lo prolijo, ni elegante, ni sensual. Solo una vez en tres años la
vi con vestido y tacos, fue durante el primer cruce de miradas...
Un salón, un piano a la
espera del concierto, gente que se acomodaba, piso alfombrado. Yo, en primera
fila ya sentado; ella, pasando por delante -pocas cosas me resultan más bellas
que ese momento en que la mujer se siente mirada-. Sí, la miré, cosa que olvidé
durante los meses siguientes, pero ella, en una pausa de pasión, se encargó de
recordármelo:-¡Cómo me miraste aquella noche del concierto cuando entré y pasé por
delante tuyo!
Un día de sol, tirados
en el pasto, me declaró su amor. Yo no me decidía, había algo en ella que no me
seducía del todo. Pero lo consiguió poco tiempo después, y así iniciamos un
romance con mucho de aventura, especialmente durante el viaje a un bello lugar
cerca de un lago.
Si bien no he conocido a
la mujer justa para mí, los dioses me otorgaron un compensatorio privilegio: el de
hacerle tener a varias de mis novias su primer orgasmo. Además de sentirse atraída, me había visto como el hombre que se lo brindaría, confesión que surgió
durante un recreo de cama. Esa vez -como le había pasado con otras parejas- tampoco llegaba a tenerlo. Pero una vez conseguido, fue notable su
capacidad.
El recuerdo imborrable es el de aquella noche que dormimos junto al lago y su amanecer sumergidos en él...
Me arropan las
brumas.
Me habitan peces, me
beben aves.
Innumerables mujeres
se bañan en mí soñándose sirenas y los niños construyen, al mirarme, fantasías
navegantes en aventuras sin final.
Anoche hice el amor
con la luna y este amanecer di a luz dos cuerpos.
El de ella, jovial y
entusiasta, con risa copiada del sol en días sin nubes. Piel amanecida de
silencios blancos; voz que va de asalto por las ventanas del mundo a robar
oboes y violines; manos furtivas como vuelo de hadas. A ese cuerpo le otorgué
la virtud del cardumen: ágil y vivaz en ronda de fiesta y de anhelo, con futuro
en los ojos y ternura escrita entre las piernas.
El de él, cuerpo a
media jornada entre lo anhelado y lo aprendido, en cada ojo suyo cabe un
camino. Piel que sabe a nostalgia y a periplos; pecho de roble en tormenta
ajena. A su andar le di la fuerza del agua: tenaz al mirar
diques por romper; con metáforas en el aliento y un caballo alado bordado en la
sien.
Se amaron sobre mi
orilla, ella bahía, él península. Y al arriar gemidos rumbo al viento, dejaron
atrás las cosas del morir para temblar con los sueños puestos.
Pedro y Pablo