miércoles, 12 de octubre de 2022

ELLA BAHÍA


 -¡Decime que soy tu Catalina, decímelo! Con ese gesto algo lloroso de la mujer -en el momento intenso del amor- me gemía al oído al tiempo que sus manos estaban a punto de romper las sábanas. Su susurro era el eco de una canción muy famosa en Argentina, de antiguos años, aunque no era su nombre me pedía ser ella.

Eufórica y demostrativa, me regalaba todo su fervor sexual recién descubierto, tardé en entender que estaba realmente enamorada de mí a sus dieciocho años, cuando yo ya recorría mis veintinueve. Indiferente a todo tipo de teorías de vida, ella era directa y clara, dueña de una personalidad sin planteos, al menos en los primeros días que nos conocimos.

La sonrisa le corría por la cara como el sol sobre la arena. No sabía de días ni relojes, ella habitaba otros espacios y transitaba la vida por una sola vereda: la del entusiasmo, su espontaneidad abrumaba. No se planteaba la razón por la cual estaba en su lugar, simplemente estaba; al escucharla y al verla gesticular quedaba claro su naturaleza espiritual no contaminada. Al mismo tiempo era idealista, buscaba afirmar su personalidad; tenía planes y proyectos, basados en ellos no se detenía a gozar porque sí. Pero sabía arder y no se quedaba quieta ante el fuego.

En lo referente a su aspecto tenía un solo defecto: no le daba importancia a lo prolijo, ni elegante, ni sensual. Solo una vez en tres años la vi con vestido y tacos, fue durante el primer cruce de miradas...

Un salón, un piano a la espera del concierto, gente que se acomodaba, piso alfombrado. Yo, en primera fila ya sentado; ella, pasando por delante -pocas cosas me resultan más bellas que ese momento en que la mujer se siente mirada-. Sí, la miré, cosa que olvidé durante los meses siguientes, pero ella, en una pausa de pasión, se encargó de recordármelo:-¡Cómo me miraste aquella noche del concierto cuando entré y pasé por delante tuyo!

Un día de sol, tirados en el pasto, me declaró su amor. Yo no me decidía, había algo en ella que no me seducía del todo. Pero lo consiguió poco tiempo después, y así iniciamos un romance con mucho de aventura, especialmente durante el viaje a un bello lugar cerca de un lago.

Si bien no he conocido a la mujer justa para mí, los dioses me otorgaron un compensatorio privilegio: el de hacerle tener a varias de mis novias su primer orgasmo. Además de sentirse atraída, me había visto como el hombre que se lo brindaría, confesión que surgió durante un recreo de cama. Esa vez -como le había pasado con otras parejas- tampoco llegaba a tenerlo. Pero una vez conseguido, fue notable su capacidad.

El recuerdo imborrable es el de aquella noche que dormimos junto al lago y su amanecer sumergidos en él...


Me arropan las brumas.

Me habitan peces, me beben aves.

Innumerables mujeres se bañan en mí soñándose sirenas y los niños construyen, al mirarme, fantasías navegantes en aventuras sin final.

Anoche hice el amor con la luna y este amanecer di a luz dos cuerpos.

El de ella, jovial y entusiasta, con risa copiada del sol en días sin nubes. Piel amanecida de silencios blancos; voz que va de asalto por las ventanas del mundo a robar oboes y violines; manos furtivas como vuelo de hadas. A ese cuerpo le otorgué la virtud del cardumen: ágil y vivaz en ronda de fiesta y de anhelo, con futuro en los ojos y ternura escrita entre las piernas.

El de él, cuerpo a media jornada entre lo anhelado y lo aprendido, en cada ojo suyo cabe un camino. Piel que sabe a nostalgia y a periplos; pecho de roble en tormenta ajena. A su andar le di la fuerza del agua: tenaz al mirar diques por romper; con metáforas en el aliento y un caballo alado bordado en la sien.

Se amaron sobre mi orilla, ella bahía, él península. Y al arriar gemidos rumbo al viento, dejaron atrás las cosas del morir para temblar con los sueños puestos.

Pedro y Pablo

“Catalina bahía”