Cuatro canciones hilvanadas
en historias sucesivas,
acompañadas por un músico
que supo comprender
la aventura del amor.
Aquí la primera.
Junto a “El sol no da de beber” nos sentamos en el
piso al amparo de la canción, melodía que iba a marcar nuestros momentos a lo largo del
corto tiempo compartido. Sentado en la alfombra apoyo mi espalda en el sofá, y ella la suya en
mi pecho. “Así pasaba la felicidad” dice la canción; me cortan la respiración
esos acordes iniciales, esa letra, ese saxo en su solo del intermedio.
Nadie regresa del camino
siendo el mismo. Será por eso que cuatro de mis amores fueron tan diferentes,
cada uno diseñó variantes. Y no salí de ellos con la misma mente ni con la misma piel.
Cuando Ella entró al lugar supe que era posible la armonía perfecta de un perfume con una sonrisa; era mayor que yo y tenía un brillo triste en sus negros ojos. Si en un rapto de imaginación hubiera improvisado un relato según su rostro, debería haber escrito una historia con sentimientos radiantes, con belleza de paisajes, pero con fin doliente. En ella coexistía una malograda creatividad y una inquieta búsqueda de algo que no tenía claro.
Hermosamente
contradictoria, e indecisa, se equivocaba mucho y luego no sabía cómo
retractarse para aminorar el daño hecho. Sin embargo poseía sensual embrujo y
era muy bonita. Vestida normalmente atrapaba la vista de inmediato; y cuando se
tiraba encima todo el vestuario se convertía en un ejemplar radiante y
deseable. No era portentosa, más bien delgada, de suaves curvas; nunca supe de
su pelo natural, su teñido dorado contrastaba asombrosamente con sus ojos. Y
poseía aquello que me seduce en lo profundo: elegante sensualidad.
Su
ir y venir tenía un algo de deleite y otro algo de melancolía, dudas
deliciosamente dolorosas que me atravesaban los puntos cardinales del pecho, pero cuando se entregaba, lo hacía con todo.
…La luna allí arriba tiene su
plateado máximo y una exquisita redondez. Los pocos sonidos urbanos de la
trasnoche se meten por el balcón, y una mansa calidez estival llega en brisa a mis brazos desvanecidos sobre la alfombra que me entibia la espalda.
Ruega que me quede quieto, soy su objeto, no me disgusta. Miro su silueta penumbrosa agitándose en creciente lenta y su pelo comienza a interrumpir discontinuamente mi visión de la luna. Me mira, se agita aún más, siento que me posee, hace uso de mi cuerpo arbitrariamente.
Su agitación se convierte en
fragor, ya no es la indecisa mujer, es un vendaval que azota la pradera. Pierdo
la visión clara de su rostro, ahora es solo una figura sin forma que va y vuelve cada vez más urgente. Y de pronto un estertor, una paralización repentina de su
cuerpo, una tensión que atenaza mis brazos, una convulsión, un grito a la pared
y un derrumbe sobre mi pecho.
"Toma de mí todo..."
Como muchas historias cortas pero intensas, esta también terminó abruptamente.
Me llevaba unos cuantos años, tenía hijos y un par de divorcios. Yo sumaba una media juventud, con parejas pasadas pero mucho por vivir, aun así sentía entusiasmo, estaba realmente metido. Pero cuando un castillo de naipes se
derrumba, lo hace sin avisar.
Luego de unos pocos meses de amarnos ella tuvo el desventurado gesto de mostrarme algo del pasado: una foto de sus dulces dieciséis. Se me abrió la piel y mi herida dejó ver lo que nunca me pertenecería: su bella juventud con el mundo por delante. Era otra, no la que tenía a mi lado.
No fue prejuicio por la edad, fue el dolor de darle una mirada a lo imposible, de no haber estado en el momento justo, de tomar conciencia que ella había pertenecido a un mundo lejano. Llegamos hasta ahí desde rumbos cruzados. Y se hizo tarde.
La miré y comprendí, creo que ella también: no éramos el uno para el otro, tan sólo una relación que nos ofreció un corto viaje en un tren apasionado, pero con una sola estación. Cada vez que escucho esa melodía algo dentro mío se derrite. Y me vuelven unos tristes ojos negros y un perfume.
…
Silvio
Rodríguez
“El sol no
da de beber"