miércoles, 6 de diciembre de 2023

MI UTOPÍA

 

Nota: Hace un año publiqué esta misma prosa, pero los comentarios que me dejaron se borraron completamente. Nunca supe que pasó, les pido disculpas.

¿En qué momento de la creación, del big bang o del desprendimiento de un universo en otro, emanó esa partícula, átomo, vestigio o lo que sea, para modelar aquella maravilla que, por beneficio de los dioses o de la suerte, vemos depositado únicamente en el cuerpo de la mujer?

La belleza femenina es una de las pocas cosas infinitas que existen, pero lo que motiva mi búsqueda es lo que se aloja dentro de esa belleza: el arquetipo de la vida misma. En cada relación siento dentro de mí la canción oculta del origen del universo con la melodía del deseo, esa exhalación procedente de las estrellas que se acomoda en el pecho y surge con el rugido creador del amor puro, en un impulso sublime y fatal.

El cuerpo no es eterno. Pero lo que trasciende en cada uno de los gestos de la mujer, es una muestra de eternidad. Es algo que los dioses distribuyeron en las vitrinas del paraíso para deleite de los verdaderos hombres, porque de aquel torbellino de elementos mágicos debe haber emergido eso que llamamos esencia femenina.

El erotismo cargado de metáforas vacías no me interesa. Lo que quisiera es relatar lo que siento cuando una mujer me abre sus piernas, pero solo existen palabras vacías para tal relato, estoy harto de leer pornografía barata para tontos que creen estar leyendo erotismo maestro. Por eso ni lo intento.

Mi mente busca lo superior y me lleva más allá de lo conveniente, hasta atragantarme de ternuras gestadas pero no nacidas. Mi utopía es una mujer que tiene entre sus piernas las joyas perdidas de los naufragios, y yo un terco navegante que se sumerge a buscarlas. Ella es la noche de placer a contramano de los sueños, que marcan el ritmo del pulso para hacerme creer que todo es posible.

He podido comprobar -aún perseguido por eso maldito llamado tiempo- que mi deseo por una determinada mujer va más allá del acto de la penetración: lo que en lo profundo de mí busco es la utopía de tener sexo con su alma, para unirme de alguna manera al engaño de eternidad.

 

 Aquí estoy luego de haber recorrido los mares en busca del amor único, de la mujer que sé que en algún rincón me espera.

Decidí llegar hasta aquí porque en este lugar no mostraremos nuestro rostro; sin embargo aun sin máscara no se vería, porque no hay nada que oculte mejor el verdadero rostro que el rostro mismo con el que llegamos al mundo.

Vengo acompañado de Utopía, mi compañera. Porque me he quedado sin hallar a la mujer que me acompañaría hasta lo más alto de mi vuelo.

Utopía es el arquetipo que reúne en si a todas aquellas que me amaron y que amé. Contiene en su alma retazos de lo más bello de cada uno de mis amores. En cada puerto donde he recalado para amar, he conseguido un espacio de felicidad que no se ha dado completa para mí; y ella ha tenido la constancia de quedarse a mi lado para que no olvide amar.

Por las noches me danza descalza para que no declinen mis anhelos y así mantenerme vivo, en la esperanza de que llegue la valiente guerrera del alma para completarme como hombre.

¿Por qué permito que continúe a mi lado? Ella me permitió amar mejor y a conseguir mejores amores. Y porque me ha enseñado que el valor no está en llegar, sino en no claudicar.

Porque también he cerrado los ojos para cantarle a quien nunca llegó; porque también me pregunto si encajo en este mundo y porque esta belleza de mujer canta la canción que hizo para mí (si se me antoja, me lo creo).

Irene Cara, intérprete y autora de

"Aquí afuera, por mi voluntad"

domingo, 3 de diciembre de 2023

LA INTENCION DE SUS PUPILAS

 Queridos amigos: pido disculpas por mi ausencia, la vida suele dar sustos, pero aquí estoy. Mientras las musas van regresando lentamente durante un tiempo repondré anteriores publicaciones. Ya me pondré al día. Aquí les dejo un relato que algunos de ustedes ya han leído, espero tener la suerte de que lo que alguna vez comentaron, se mantenga. Abrazos y besos.

Siempre hay una canción

para cada historia.

Fueron días de rosas y miel. Las rosas eran para ella, su miel para mí. Una brisa de otoño nos arrastró suavemente, cada uno desde su lugar, hasta juntarnos en un punto exacto de la ciudad.

¿Cómo describo con palabras aquello para lo cual no ha sido inventada palabra alguna y que, siendo único, es igualmente indestructible?

Aunque a primera vista ella no despertó en mí ninguna sensación particular, paulatinamente descubrí que su belleza era de esas que se abren de a poco, aún recuerdo la fragancia que dejó en el aire al sentirse observada.

En uno de los tantos bares de Buenos Aires, mi ciudad, viví los inicios del verdadero amor, del amor que desangra, que te mete una roca en el pecho una vez perdido.

El primer beso fue un arribo a ese punto del aliento en flor, que derivó luego en un nuevo aliento creado por la mezcla del suyo con el mío. Ella aceptó los deseos de mi boca en un momento preciso, de la misma manera en que -más allá de las cortinas del bar- la tarde se entregaba a la noche: silenciosa y rendida.

Esos primeros tiempos con ella están entre los más deliciosos que viví, con su primera juventud en mis manos y la maravilla de retozar en su cuerpo -que tardó algunos meses en entregarme-.

Ahora, como el aroma dulce de un licor suave vuelve su risa, aquella que me asaltaba rodando de pies a pecho, cuando las tardes se estancaban haciéndose éter.

 

Amo mi boca cuando bebo el café menguante de tu luna tibia.

Y la amo cuando beso las horas que ruedan por las mejillas de tus rubores. Porque conozco esos sabores tuyos: el dulce de tu saliva cósmica y el salado de tus labios menores.

No te hablo del mar ondulado de tu pelo, ni de la nada que existe más acá de tus orillas. Tampoco de las pecas que pueblan el universo de tu espalda. Hablo de mi boca.

¿Cómo pueden habitar tantos sabores tuyos en esta boca mía?

 

Con ella y mi boca eran las tardes, todas las tardes de un año abundante, las que poseían un brillo consumado.

Frecuentábamos la piel del otro con una complicidad y ternura propias de las novelas; amasábamos inviernos a cuatro manos, nos otorgábamos el verano gestando ayes de garza marina y espumas en la cresta de los sueños.

No imaginaba el futuro sin ella, la veía y vibraba. La mezcla de sensaciones era perfecta, deseo sexual y ternura en altas dosis, sobre todo cuando posaba en mí esa mirada que desde muy adentro suyo desprendía resultando alborotadora en su equilibrio, con ojos y pupilas de domadora de ocasos.

Le debo a ella no sólo el aprender a amar con ternura, también las tardes en el parque, los momentos de penumbra en el café, su sonrisa infantil claramente gestada para mí. Innumerables detalles en los que no me extiendo porque al ser descritos pierden valor.

 

Tu mirar a corta distancia tiene un algo de eternidad y otro algo de secreto, como cuando te susurro y me veo desde la intención de tus pupilas.

Desde el grito de mi garganta brota el aliento procaz que enciende la recurrente existencia de tus ojos. Así provoco tu espasmo, como clara herida de arrabal renacida en tangueada nobleza, mezcla de tiempo y orgasmo.

Suspiros de tu boca y de la mía brincan abismos, en tropel ruidoso y desordenado, para justificar el júbilo de nuestros genes. Y por las grietas de mis días germino cuando sos vos la que me monta para embarazarme de fantasías.

Así surjo mil veces desde las ganas de tu aroma salvaje pero cortés.

 

Una tarde tan maldita como sorpresiva me inquieté al verla: algo en su aspecto había mutado, estaba más fea, pero no de fealdad física, más bien interna que se reflejaba en lo físico.

A partir de allí busqué desarrollar con avidez masculina la capacidad de acercarme a ese otro lado de la mujer, el cual las hace más fieles con uno, más libres y mejores amantes, pero fue tarde, eramos demasiado jovenes. Sentí que se derrumbaba el castillo que ella construyó para mi placer y felicidad, algo me hizo comprender que ya no tendría ese cosmos que me enamoró y que en algún momento creí poseer eternamente.

La última vez que tuvimos sexo participó como poseída, sin control. Se movía con violencia, algo feroz la sacudía por dentro, entonces comprendí: su cuerpo se despedía del mío. Era su señal de una última vez.

La acompañé hasta que subió al tren y me metí en un bar cualquiera, del que salí con frío, con la tristeza puesta por única ropa. Pensar que ahí nomás, en un tiempo regresivo, me vestían sus manos, su lengua.

Transcurrió la infinitud de una noche.

-Ya no te quiero-, me dijo por teléfono a la mañana.

Y la roca en el pecho.

Nota: nunca vi tal grado de dramatismo en la interpretación de una canción como la que le imprime esta belleza de mujer. Su comienzo como de niña abandonada para luego elevar el tono de esa manera, con infinita angustia, me resulta inigualable, única. Si hasta derrama lágrimas. Conmovedor.

Mon Laferte

Tu falta de querer


 

 

viernes, 28 de julio de 2023

LOS LABIOS DE LA LLUVIA

Este texto le da fin al ciclo de mi niñez y pubertad relatado en “Horizonte circular” (para leer clic aquí), no los publiqué juntos por su extensión. El presente texto también es extenso, no pude reducirlo más. 

Poco tiempo pasó para que tomara una decisión que influiría en mi vida futura, y que me mostraría ante los demás como alguien “distinto”. Antes de partir hacia las vacaciones ya relatadas, con mis inquietos catorce años tomé un papel y escribí mi primera carta de amor, decisión que marcaría mi horizonte sensual; sería algo poeta, bastante Cyrano sin saberlo. Por mi timidez no se la entregué directamente a la chica que me gustaba, la Rubia vanidosa, se la di a su hermano. Durante mi ausencia, ella se encargó de mostrársela a la familia y a los amigos del barrio. Traidora. Pero Cupido actuó a través de ella sin que lo imaginara.

Al volver intuí algo feo para mi ego, miradas esquivas de mis amigos indicaban tiempo de vergüenza para mí: ocurrió que durante mi viaje ella se puso de novia con otro muchacho del barrio. Dolor, algo de llanto y orgullo herido por la derrota y por verme expuesto ante todos por mi carta difundida sin clemencia.

Esto hubiera sido suficiente para que olvidara cualquier deseo de seguir por ese sendero romántico; pero si hoy garabateo mis historias de amor, se debe a un vuelco inesperado de los eventos. Durante mi ausencia había llegado para quedarse a vivir en la misma casa de la Rubia ingrata una prima: Morena.

 

Morena tenía veinte años, cinco más que yo con mis quince cumplidos en esos días, para esos tiempos una diferencia abismal. Poco tardé en enterarme de algo maravilloso que hasta hoy me conmueve y que no dejo de rememorar: ella misma me contó a los pocos días de conocernos que, mientras yo estaba de viaje, la Rubia engreída le había mostrado también a ella mi carta de amor. Resultado: sin conocerme se interesó por mí. "Leí tu carta y me gustaste", me dijo un día.

Era morocha de pelo, trigueña de piel, ojos negros, labios gruesos, ni gorda ni flaca, agradable en general, la típica criollita del Gardel de algunos tangos. También golondrina de un solo verano.

Morena lo hizo todo, me conquistó sin darme tiempo a pensar. Una noche de incipiente tormenta estaba en su casa con mi amigo, escuchando música. Coincidió el comienzo de la lluvia con la hora de irme, me dirigí a la puerta de salida y al darme vuelta para saludarlo vi que ella le pedía con un gesto que se vaya. Acercándose a mí, con mirada brillante ofreció su boca suavemente abierta, entrecerrando los ojos. Si no tomaba ese beso eterno, sería para balearme en un rincón, también como dice un tango.

Con su acto germinal –en la penumbra del recinto, con la puerta abierta hacia la noche y la lluvia en ruidosa caída a centímetros de mis pies- crucé un umbral de tiempo y me metí para siempre en la tormenta mansa, o en la boca estival de Morena, era lo mismo.

 

Franca, firme y sin vueltas poseía una simpleza extrema, no proyectaba nada, ni personal, ni de pareja, ni grupal; esto lo confirmo recién hoy, desde una distancia abismal de tiempo. El hombre que toma a una mujer por lo que parece, se llevará una sorpresa; pero ocurre que yo aún no era un hombre, sino apenas alguien que salía de la pubertad. Y tal vez allí radicaba el secreto de lo fluido que transcurrió todo entre nosotros: ni yo tenía idea de los cambios de ánimo femenino, ni ella manifestaba esa dualidad común a muchas mujeres, o al menos así lo sentía. Jamás experimenté en mi vida una relación tan invariable y cristalina, simplemente noche, música y besos.

La habitación donde estaba ubicado el reproductor de audio tenía una ventana que daba a la calle. Un pequeño jardín perfumaba el rincón entre esa ventana y el bajo muro en donde nos sentábamos a regalarnos afecto. Paraísos añosos hacían de techo natural; más allá la calle de tierra, trenes a lo lejos y la inmensidad colmada de grillos, luciérnagas y caricias.

 

No me resulta fácil explicar una relación basada solamente en la ternura; mucho más fácil es describir momentos sexuales. Pero ocurre que sexo no tuve con ella, no negaré que la falta de relaciones con Morena se debió exclusivamente a mi falta de experiencia, hoy siento que hubiera sido hermoso debutar con ella y hasta me da vergüenza asumirlo. Lo real –teniendo en cuenta que éste relato es autobiográfico- es que nuestra vida amorosa pasaba por apartadas dimensiones; la falta de sexo en esa relación me inculcó una variedad de aprendizajes que años más tarde aprovecharía para darle, a mis otros amores, sensaciones más completas.

Eso sí, pasamos largas horas besándonos y conociéndonos la piel aunque sólo haya sido del rostro, del cuello, de los brazos y manos. Por intuición -y no por recuerdo- sé que en esas noches aprendí que existen tres olores producidos por la piel: el propio, el ajeno y la mezcla de ambos. Amaba olernos, los aromas fueron el alma de nuestra relación.

El despertar de ese sentido me ha otorgado más aprendizaje amatorio que la tradicional penetración sexual.

 

Se fueron las noches perfumadas, llegó el frío.

Y ocurrió algo que modificaría la esencia de nuestro noviazgo: la familia se mudó a pocas cuadras de allí, a una casa sobre el asfalto, sin árboles en la puerta ni jardín floreado, con luz de gas justo delante de la entrada y lo peor, sin muro donde sentarse. Estos detalles cambiaron todo, y nada volvió a ser igual. El sitio original era parte de nuestra relación, al dejar de existir se disolvía lo que nos mantenía unidos.

 

Siete años más tarde el mundo había cambiado y yo también. Ya vivía en otro barrio cuando un día, sorpresivamente, recibí la visita de mi amigo, el hermano de la Rubia ladina. Pronto me entregó una carta cuyo texto de exquisita ternura se me viene a la mente con desorden, finalizaba con una frase perdurablemente simple: “… te recuerdo con mucho cariño, Morena.”

 

¿Qué lluvia me lavará tus besos? Si la lluvia misma es tu boca.

¿Dónde comienzan sus labios y donde terminan tus nubes?

Salgo a la calle, me deslizo por la nocturna humedad de tu lengua y me envuelve el agua, o el vapor de tu aliento, no lo sé. Sus gotas o tus gotas se acomodan en los huecos de mis poros para durar cómplices del recuerdo que no deja de gestar la fiebre primera, insinuando una pulmonía de amor.

La lluvia despide mansamente gruesos labios en embustero formato acuoso, con trama de pared en cascada, sin rayos ni centellas, llana, aromatizada con fragancias de piel trigueña: a la hora de sentir lo que siento, se me antoja que es tu boca la que emana dulce ozono.

Procede entonces la tentación de quedarme a vivir dentro de ese beso para ver pasar milenios de lluvia y empaparme de asombros una y otra vez. No me queda otra que intentar un pacto con la noche, para no empantanarme en el barro iniciático, en aquello que es lo primero para siempre. Porque ese beso nunca pasará, estará en cada vapor de café, en cada baldosa con la que tropiece, en cada fiebre invernal, en cualquier patio, en cualquier giro a contramano.

Y le pido ayuda a los árboles rayados por la tormenta lenta, a los grillos callados en cuevas de juncos, a la muda soledad de la calle que se mete hacia el fondo de ese abismo cavernoso llamado horizonte. Pido clemencia para disfrutar los besos que vendrán, porque si nunca salgo de tu boca lluviosa moriré para siempre y seré fondo de charco, esperando diluvios para existir.

Esto que me moja sin piedad no es la lluvia, es un labio y el otro sobre el mío junto al otro también mío, o tuyo, no sé; es un temblor cósmico que conmueve mi carne, que mordisquea la cóncava vida que me aferrás entre los dientes.

Tu boca muele un beso en el molino de mi aliento. Y cualquier cosa que suceda luego será parte del círculo eterno, así aprenderé sin darme cuenta que puedo irme volviendo.

Y toda lluvia es esa lluvia. Y todos los besos son tu beso.

sábado, 24 de junio de 2023

LA VIDA

Ella irradiaba un esplendor propio. Ojos de un chispeante verdemar, negra melena imponente, belleza justa para mi gusto de la cabeza a los pies -cuyas sandalias mostraban dedos de diosa-; pero como en toda relación existen pormenores que quedan de lado al ser relatados lo mismo me ha ocurrido en estas páginas. Intentaré saldar alguna deuda.

Nos conocimos en el comercio que tenía mi padre y, eventualmente, yo ayudaba atendiendo. Verla entrar y envolverme el cuello con sus brazos, tomarla de la cintura y fundirnos en besos, eran una sola cosa; allí, por nuestro contacto, palpitaba el universo. Fueron días de un comienzo vertiginoso y salvaje, pero lo salvaje también suele contener dulzura, belleza, ternura. Fogosa danza del encuentro; manos como si esperaran acariciar desde el mismo amanecer del tiempo; imperceptibles melodías del susurro... el mundo giraba alrededor nuestro. Nada más completo que mezclar amor con arrebato.

(Se cuenta que millones de años atrás hubo una explosión que generó todo. Luego, dicho de manera elemental ya que desconozco el tema, micro organismos en el agua se transformaron lentamente en animales, finalmente surgió el ser humano cuyas hembras dieron a luz a otras hembras, y esto ya lo cuento yo: una tras otra durante milenios para que, en una línea de sucesión determinada, apareciera en el mundo un pedazo de mujer como Ella, cuyas caderas latían con fervor bajo mis manos esos primeros días de amor y estío).

Ahora bien, una mañana de sol una noticia -ajena a lo nuestro de momento- con la fuerza de un rayo me partió en dos. Tenía por costumbre escuchar radio y, como siempre, encendí el receptor: quedé paralizado ante el fragmento final del reportaje que un locutor cerraba más o menos así: -"...nos hemos comunicado con este periodista para obtener más información sobre el asesinato de John Lennon".

Esa tarde Ella entró por primera vez sin sonrisas en los labios, sabía de lo afectado que estaba debido a la admiración que desde chico tuve por esos músicos -especialmente por Lennon- a quienes empecé a escuchar cuando hacía ya unos años que se habían separado. Su abrazo fue diferente, sin perder lo sensual a pesar del momento.

El hecho ocurrió al poco tiempo de haber iniciado la relación, recién unos días después tuvimos nuestra primera actividad íntima. La radio despedía música de fondo y de pronto comenzó a sonar un tema de ellos; la muerte reciente de alguien muy querido paraliza de manera particular cuando se cruza por los pensamientos y así ocurrió conmigo al tiempo que me incorporaba instintivamente impulsado por mis brazos, alejándome de la realidad de su piel. Pero ella me retuvo para que no saliera de su cuerpo y, ejerciendo el poder que le otorgaba su amor y su esplendor, me miró fijo y me dijo:

-¡Volvé a mí, estás conmigo!

En medio del eco de una muerte cercana, ella era la vida.

Esta canción tuvo mucha presencia en nuestra relación.

John Lennon "Mujer"