Supimos guardar lluvias
en un lluviero
y cobijar sueños
en un sueñero.
Nos amamos en las mañanas
con mañaneros
y fabricamos nuestro tiempo
con un tiempero.
Una neblina tenue partía la escena en dos: el cielo invisible arriba y el mar impreciso abajo. La noche con cierto misterio en sus entrañas producía suaves rompientes que dejaban en el aire algo de su sal. Mientras, desde el reproductor, Silvio Rodríguez con su Te conozco me empujaba una vez más al ritual de un amor recién nacido con una canción que forzaba lo táctil.
¿Cómo describir lo que un hombre de cuarenta y ocho años siente cuando, en la frescura de la arena, toca la vagina de una mujer veinte años menor mientras ella le dice: -despacio, soy virgen-?
Era dueña de un cuerpo delicado, como de bailarina clásica; menuda, de estatura baja. Con andar animado y elegante se deslizaba liviana, rítmicamente. Su cintura podía rodearse con comodidad; piel muy blanca, boca de labios finos, pelo castaño, ojos nocturnos. Sus formas eran gratas, con relieves precisos en lo general y una sensual curvatura al finalizar la espalda que derivaba en un trasero de fatal redondez. Piernas de líneas perfectas, etéreas, con dedos de hada. Y su sonrisa -que bailaba con sus ojos- un regalo de los dioses.
Nos habíamos conocido en nuestra ciudad, Buenos Aires. Fue justo en un momento en el que necesitaba me amaran con ganas, de manera compartida -ya me había acostumbrado a esa soledad alternada con relaciones apasionadas pero sin futuro-. La diferencia de edad era mucha, sin embargo jamás se notó en nuestra manera de relacionarnos y compartir cosas.
El instinto de la mujer contiene sabiduría, protege su existencia y le recuerda todo aquello que atávicamente fue transmitido sin palabras de mujer a mujer durante milenios; ella controlaba con firmeza el timón de su mentalidad guiándose por ese instinto que le era realmente fiel. Carecía de experiencia amatoria, pero había cultivado su personalidad de tal manera que no le faltaba madurez aún dentro de su juventud. No buscaba riquezas de ningún tipo, ni placeres ni victorias; su deseo era simple y consciente, sin apariencias: esperaba la llegada del hombre con el que armar un proyecto de vida, y sólo a él se entregaría. Tampoco tenía interés en divertirse con otros hombres hasta la llegada del esperado porque, a pesar de la posibilidad de quedar como ilusa o antigua, restaba importancia al modelo de vida que la sociedad le imponía.
Cuando me dijo que era virgen le creí porque creo en todo lo que una mujer me diga, la verdad llega sola con el tiempo. Frecuentamos en un comienzo un amor simple, durante tres meses en los que no me permitió acceder a su cuerpo, apenas besos en los labios lo cual, con una mujer tan segura de sí misma, cobraba un alto valor.
Pocas cosas en mi vida tuvieron tal dimensión como aquel primer arribo de mi cuerpo al suyo. Me acomodé entre sus piernas, tomé sus manos y entrelacé mis dedos en los suyos, la miré fijo, presioné mi cuerpo suavemente al principio, hasta que mi instinto de hombre surgió desde el fondo del tiempo y en un instante brusco me dio su ¡Ay! de preludio coral y percibí con mi piel la ruptura única, primera para siempre. No fue sexo, fue un giro de la vida. Nos incorporamos hasta observar -ella impresionada y yo vanidoso- la mancha roja que su cuerpo pintó sobre la sábana.
Nuestra relación fue intensa a pesar del corto tiempo, casi dos años. Yo ya tenía hijos y demasiada historia, ella se merecía una pareja con quien armar desde cero una familia y a esa altura de la relación mi rostro ocultaba un gesto de culpa: la había seducido aunque sabía que no iba a darle lo que necesitaba. La amaba, pero me distancié aun amándola tal vez por temor a que con el tiempo explotara la burbuja en la que vivíamos, ella no lo entendió y nunca lo aceptó. Elegí quedarme con la certeza de un amor único, irrepetible.
Hoy está casada y desde aquellos días nos seguimos comunicando por mail; tal vez llegué a su vida para sembrar en ella el germen de lo nuevo: el amor de piel. No hace mucho me contó que nuestra relación fue muy importante para ella en ese momento de su vida y, para tranquilidad de mi conciencia, en un reciente correo dejó una frase que queda alojada en lo más profundo de mis fibras: "gracias por haberte cruzado en mi camino".
…
Apoyo
mis labios en tus pétalos y un rocío suave me inventa júbilos.
En el agridulce néctar que asoma por estos otros labios tuyos
encuentro
una nueva manera de nutrirme.
Floto
frente a tu corola, agito estambres con mis alas furtivas.
Me
abandono en ternuras, en locos estíos,
en
desborde presumido para lograr tu asombro interior.
Y
al lograrlo soy el fermento entre tus frutos;
porque está escrito desde el florecer del milenio
que
sólo un elíxir como el tuyo podía embriagar mis afanes...
"Te conozco"
(La canción que nos acompañó durante esas noches de arena y mar)
Silvio Rodríguez