Pasé mis primeros años dando tumbos por los baldíos, agazapándome entre ligustros para espiar libélulas o robarle frutas a los vecinos. Tardes de sol en la espalda con lectura de revistas de panza sobre la gramilla de los sueños.
Por mis nueve o diez años comencé a
tener espontáneas reacciones en mi zona erógena, en especial al dormir. Esto fue incrementándose hasta que un día, al orinar, sentí algo
desconocido, imprevisto: mezclado con la orina emergió un líquido blanco. La
sensación fue tan placentera que lo que menos me importó era saber si me había
agarrado alguna enfermedad, a nadie quise contarle, a ver si encima se les
ocurría curarme.
Entonces yo, que había pasado años
enteros jugando a juegos manuales, descubrí recién ahí que tenía manos.
Y así finalizó mi niñez.
A los once años, el horizonte de la
vida no es algo recto, su forma es circular: para donde uno mire ve futuro.
Mi casa estaba ubicada en la mitad de
una cuadra, al lado vivían unos tíos míos y una prima que tenía un año menos
que yo.
No sé por qué, pero lo cierto es que
los adultos no ejercían casi ningún tipo de control visual sobre nosotros y así
conseguíamos estar solos en cualquier rincón de la casa. Lo cierto es que ante
tal libertad, un día le pedí me muestre su parte íntima, a cambio de mostrarle
luego la mía.
-Bueno -me dijo y se bajó la bombacha
graciosamente-. Lo que vi hizo que me olvide de aquellos juguetes de mi
cercana infancia. Eso tan maravilloso que tenía delante de mí, una pequeña raya
vertical formada por dos labios de carne y sin un solo pelo fue,
categóricamente, mi nuevo impulso de vida. La toqué y surgió un aroma
que desconocía, salvaje pero infantil.
Otra delicia fue aquello que percibí
al frotar mis dedos en su intimidad. Lógicamente la excitación era algo
desconocido para ella y por lo tanto su zona no se humedecía, sequedad que
producía un “triki cliki” apenas audible, hechiceramente sonoro.
Nuestros encuentros eran distantes
pero tenían constancia. Habiendo por entonces logrado una plena confianza
mutua, le propuse mostrarle mis habilidades manuales.
-A ver -me dijo siempre
graciosamente-. Nos sentamos en el piso, muy cerca, frente a frente y comencé a
frotarme con cierta destreza ya adquirida. Su rostro pueril cargado de
curiosidad y asombro me estimuló lo suficiente para que, sin mucha tardanza, mi
púber blancura se derramara. Sin desviar la vista,
abrió la boca en asombro y me regaló el universo nuevo de su ¡Ah…!
Con esa exclamación finalizó mi
pubertad.
Con mis trece años llegó el verano y
mis padres definieron nuestras vacaciones. Mar del Plata era por entonces la ciudad
más hermosa de la costa atlántica argentina, allí fuimos. Llegamos al hotel y, al entrar,
dos niñas de unos doce años me miraron, una de ellas con brillo suave en los
ojos.
Durante quince días me desayuné en el
salón comedor con la dulce mixtura de un café, unas tostadas y una mirada
anhelante puesta sobre mí. Lo disfruté sin saberlo, sin la conciencia plena de
estar ante un sentimiento puro como tal vez jamás volví a recibir.
En días de lluvia los chicos nos
juntábamos espontáneamente en la zona de sillones. Ella siempre con su mirada
de miel fresca buscando mis ojos, nunca le hablé a pesar de sentir su calidez a
corta distancia. Me hacía bien su interés, pero no tuve el impulso de hablarle -jamás entendí por qué no lo hice y tanto hoy la recuerdo-.
Hay canciones que atraviesan décadas
desde que son creadas, legendarias obras que cada tanto algún cantante mantiene
vigente. Por esos días una nueva versión de un tema antiguo sonaba en todas las
radios.
Así llegó nuestro último día de vacaciones.
Mientras mis padres preparaban las valijas salí de la habitación a esperarlos
en los sillones, y ahí estaba ella con su amiga. Al verme llegar comenzó a
cantar una breve estrofa de aquella canción que aún a tanto tiempo de distancia resuena en mi alma con vibración cósmica y que, de ser posible llevarse algo
al otro mundo, quisiera que ese momento fuera uno de ellos:
-Espera un poco, un poquito más, para
llevarte mi felicidad; espera un poco, un poquito más…me moriría si te vas…”
Al volver al barrio sentí que al
futuro le faltaba una parte, algo había quedado detrás de mí. Y a lo lejos
divisaba sólo una línea recta, el horizonte ya no era circular.
…
No recuerdo quien interpretaba la canción en aquellos días,
la que comparto es una de las últimas versiones de esa antigua canción.
Sólo una artista como Mon Laferte puede transmitir
el contenido poderoso de un pedido como éste.
“La nave del olvido”