sábado, 25 de febrero de 2023

HORIZONTE CIRCULAR


 Pasé mis primeros años dando tumbos por los baldíos, agazapándome entre ligustros para espiar libélulas o robarle frutas a los vecinos. Tardes de sol en la espalda con lectura de revistas de panza sobre la gramilla de los sueños.

Por mis nueve o diez años comencé a tener espontáneas reacciones en mi zona erógena, en especial al dormir. Esto fue incrementándose hasta que un día, al orinar, sentí algo desconocido, imprevisto: mezclado con la orina emergió un líquido blanco. La sensación fue tan placentera que lo que menos me importó era saber si me había agarrado alguna enfermedad, a nadie quise contarle, a ver si encima se les ocurría curarme.

Entonces yo, que había pasado años enteros jugando a juegos manuales, descubrí recién ahí que tenía manos.

Y así finalizó mi niñez.

 

A los once años, el horizonte de la vida no es algo recto, su forma es circular: para donde uno mire ve futuro.

Mi casa estaba ubicada en la mitad de una cuadra, al lado vivían unos tíos míos y una prima que tenía un año menos que yo.

No sé por qué, pero lo cierto es que los adultos no ejercían casi ningún tipo de control visual sobre nosotros y así conseguíamos estar solos en cualquier rincón de la casa. Lo cierto es que ante tal libertad, un día le pedí me muestre su parte íntima, a cambio de mostrarle luego la mía.

-Bueno -me dijo y se bajó la bombacha graciosamente-. Lo que vi hizo que me olvide de aquellos juguetes de mi cercana infancia. Eso tan maravilloso que tenía delante de mí, una pequeña raya vertical formada por dos labios de carne y sin un solo pelo fue, categóricamente, mi nuevo impulso de vida. La toqué y surgió un aroma que desconocía, salvaje pero infantil.

Otra delicia fue aquello que percibí al frotar mis dedos en su intimidad. Lógicamente la excitación era algo desconocido para ella y por lo tanto su zona no se humedecía, sequedad que producía un “triki cliki” apenas audible, hechiceramente sonoro.

Nuestros encuentros eran distantes pero tenían constancia. Habiendo por entonces logrado una plena confianza mutua, le propuse mostrarle mis habilidades manuales.

-A ver -me dijo siempre graciosamente-. Nos sentamos en el piso, muy cerca, frente a frente y comencé a frotarme con cierta destreza ya adquirida. Su rostro pueril cargado de curiosidad y asombro me estimuló lo suficiente para que, sin mucha tardanza, mi púber blancura se derramara. Sin desviar la vista, abrió la boca en asombro y me regaló el universo nuevo de su ¡Ah…!

Con esa exclamación finalizó mi pubertad.

 

Con mis trece años llegó el verano y mis padres definieron nuestras vacaciones. Mar del Plata era por entonces la ciudad más hermosa de la costa atlántica argentina, allí fuimos. Llegamos al hotel y, al entrar, dos niñas de unos doce años me miraron, una de ellas con brillo suave en los ojos.

Durante quince días me desayuné en el salón comedor con la dulce mixtura de un café, unas tostadas y una mirada anhelante puesta sobre mí. Lo disfruté sin saberlo, sin la conciencia plena de estar ante un sentimiento puro como tal vez jamás volví a recibir.

En días de lluvia los chicos nos juntábamos espontáneamente en la zona de sillones. Ella siempre con su mirada de miel fresca buscando mis ojos, nunca le hablé a pesar de sentir su calidez a corta distancia. Me hacía bien su interés, pero no tuve el impulso de hablarle -jamás entendí por qué no lo hice y tanto hoy la recuerdo-.

Hay canciones que atraviesan décadas desde que son creadas, legendarias obras que cada tanto algún cantante mantiene vigente. Por esos días una nueva versión de un tema antiguo sonaba en todas las radios.

Así llegó nuestro último día de vacaciones. Mientras mis padres preparaban las valijas salí de la habitación a esperarlos en los sillones, y ahí estaba ella con su amiga. Al verme llegar comenzó a cantar una breve estrofa de aquella canción que aún a tanto tiempo de distancia resuena en mi alma con vibración cósmica y que, de ser posible llevarse algo al otro mundo, quisiera que ese momento fuera uno de ellos:

-Espera un poco, un poquito más, para llevarte mi felicidad; espera un poco, un poquito más…me moriría si te vas…” 

Al volver al barrio sentí que al futuro le faltaba una parte, algo había quedado detrás de mí. Y a lo lejos divisaba sólo una línea recta, el horizonte ya no era circular.

 No recuerdo quien interpretaba la canción en aquellos días,

la que comparto es una de las últimas versiones de esa antigua canción.

Sólo una artista como Mon Laferte puede transmitir

el contenido poderoso de un pedido como éste.

“La nave del olvido”